
Hace dos semanas, decíamos que las naciones, al igual que las personas, formaron sus identidades mediante la construcción de relatos sobre su pasado, a partir de la selección de secuencias de hechos, enfatizando algunos, omitiendo otros.
A principios del siglo XIX, cuando la caída de la monarquía española a manos de Napoleón, impulsó la emancipación iberoamericana, la identidad argentina no existía como tal. La ruptura con España dio lugar a la coexistencia de dos identidades: una americana, opuesta a lo español y otra local. Paradójicamente, fue durante el proceso de independencia americana, cuando el juicio del iluminismo europeo que concebía a Latinoamérica como una región poblada por seres inferiores y donde la violencia era moneda común, fue también asumido por los dirigentes revolucionarios americanos.
La idea de que Latinoamérica es una región atrasada donde las instituciones no funcionan, donde el liberalismo fracasó en crear instituciones republicanas, donde la democracia no sirve está plenamente difundida hoy en el ámbito de la opinión pública. Desarrollada durante dos siglos tanto por la literatura académica como por la literatura de divulgación, esta idea ha encontrado un eco sorprendente entre intelectuales (y no podemos olvidar a Sarmiento, con su civilización y barbarie) y opinadores menores de nuestras pampas.
En el campo académico, los economistas neoinstitucionalistas, como por ejemplo el premio Nóbel Douglas North, descarta la posibilidad de que alguna vez Latinoamérica ingrese a la senda del éxito. El título de uno de sus trabajos “Orden, desorden y cambio económico: Latinoamérica vs. Norte América”, ya nos anticipa los ejes de análisis, y el resultado. Luego de comparar la incidencia de los procesos de independencia de Estados Unidos y de los países de América Latina, North proyecta a la actualidad los efectos institucionales de estos procesos de independencia. Argumenta que la cultura política basada en la participación y el bajo protagonismo del gobierno en los asuntos económicos que había en las colonias británicas, favoreció la práctica de los consensos políticos.
Por el contrario, en las colonias españolas, el exceso de atribuciones económicas discrecionales de las autoridades alentó la competencia y el disenso. De ello se deriva como una herencia histórica, una democracia mejor asentada en los Estados Unidos que en América Latina y un marco institucional de mayor orden en el primero por efecto de una cultura política compartida y consensuada, lo que habría actuado como incentivo para la inversión y los negocios, permitiendo el liderazgo de los Estados Unidos y el rezago de Latinoamérica.
Uno de los conspicuos representantes del ensayo de divulgación, me refiero a Marco Aguinis, replica este argumento para la Argentina en un libro, cuyo título casualmente también anticipa un destino de fracaso fundado en la incapacidad cívica de sus habitantes. En “El atroz encanto de ser argentinos”, Aguinis enumera las cualidades negativas de los argentinos y también los atribuye a la herencia colonial española.
Rastrear como se forjó esta visión implica entonces remontarnos a los referentes intelectuales del iluminismo europeo. Immanuel Kant en 1784, planteaba que el hombre estaba en una minoría de edad, por su propia culpa. Minoría de edad refería a aquel que era incapaz de servirse de la razón sin ser guiado por el otro. Para salir de la minoría de edad, se necesitaba decisión y coraje. La razón nos permitiría ser libres. Pero esta razón no era atributo de todos; solo algunos “doctos” podían hacer uso de la razón y ser iluminados. Esta formulación, se articuló con lo planteado por el filósofo alemán Hegel, para quien los países nuevos, sin historia, no tenían destino, no tenían futuro.
Estas formulaciones implican dos consecuencias. Por un lado la razón es un deber de los pueblos para pasar a la mayoría de edad, para ser libres. Por otro lado la libertad implica responsabilidad de formar un gobierno que garantice el orden. Este va a ser el problema central de los gobiernos revolucionarios en América, pero también en Europa.
¿Como aplicar esto a América? Los líderes revolucionarios se veían a sí mismos como esa elite ilustrada que tenia por deber iluminar a los pueblos y organizar el tránsito a la libertad en su lucha contra el despotismo. Pero esta esperanza fue truncada. El grado de autonomía jurídica de los virreinatos iberoamericanos era mayor, y más allá de la autoridad del virrey, los poderes locales se habían organizado políticamente. América tenía sus reglas y la disolución de sus lazos con España en 1808, reforzó esos poderes locales abriendo el camino a profundas disputas en torno a la cuestión de la soberanía y la forma de organización de los países, que puede resumirse en la tensión entre poderes locales y gobierno central.
La imposibilidad de aplicar el modelo europeo a América, va a provocar una profunda decepción en los revolucionarios, lo cual terminará por definir la negatividad americana. Bolívar, cuya razón y coraje, le daban en principio la confianza en que América encontraría una solución al problema de la gobernabilidad, decía luego en 1930: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirva la revolución ara en el mar”. “…este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas”.
El fracaso en América era atribuido por la dirigencia política a los tres siglos de despotismo que la habían sometido “al triple juego de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, de modo que no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud”. En esta línea, la dictadura, era una cura para enfermos desahuciados y no una opción posible.
A principios del siglo XIX, cuando la caída de la monarquía española a manos de Napoleón, impulsó la emancipación iberoamericana, la identidad argentina no existía como tal. La ruptura con España dio lugar a la coexistencia de dos identidades: una americana, opuesta a lo español y otra local. Paradójicamente, fue durante el proceso de independencia americana, cuando el juicio del iluminismo europeo que concebía a Latinoamérica como una región poblada por seres inferiores y donde la violencia era moneda común, fue también asumido por los dirigentes revolucionarios americanos.
La idea de que Latinoamérica es una región atrasada donde las instituciones no funcionan, donde el liberalismo fracasó en crear instituciones republicanas, donde la democracia no sirve está plenamente difundida hoy en el ámbito de la opinión pública. Desarrollada durante dos siglos tanto por la literatura académica como por la literatura de divulgación, esta idea ha encontrado un eco sorprendente entre intelectuales (y no podemos olvidar a Sarmiento, con su civilización y barbarie) y opinadores menores de nuestras pampas.
En el campo académico, los economistas neoinstitucionalistas, como por ejemplo el premio Nóbel Douglas North, descarta la posibilidad de que alguna vez Latinoamérica ingrese a la senda del éxito. El título de uno de sus trabajos “Orden, desorden y cambio económico: Latinoamérica vs. Norte América”, ya nos anticipa los ejes de análisis, y el resultado. Luego de comparar la incidencia de los procesos de independencia de Estados Unidos y de los países de América Latina, North proyecta a la actualidad los efectos institucionales de estos procesos de independencia. Argumenta que la cultura política basada en la participación y el bajo protagonismo del gobierno en los asuntos económicos que había en las colonias británicas, favoreció la práctica de los consensos políticos.
Por el contrario, en las colonias españolas, el exceso de atribuciones económicas discrecionales de las autoridades alentó la competencia y el disenso. De ello se deriva como una herencia histórica, una democracia mejor asentada en los Estados Unidos que en América Latina y un marco institucional de mayor orden en el primero por efecto de una cultura política compartida y consensuada, lo que habría actuado como incentivo para la inversión y los negocios, permitiendo el liderazgo de los Estados Unidos y el rezago de Latinoamérica.
Uno de los conspicuos representantes del ensayo de divulgación, me refiero a Marco Aguinis, replica este argumento para la Argentina en un libro, cuyo título casualmente también anticipa un destino de fracaso fundado en la incapacidad cívica de sus habitantes. En “El atroz encanto de ser argentinos”, Aguinis enumera las cualidades negativas de los argentinos y también los atribuye a la herencia colonial española.
Rastrear como se forjó esta visión implica entonces remontarnos a los referentes intelectuales del iluminismo europeo. Immanuel Kant en 1784, planteaba que el hombre estaba en una minoría de edad, por su propia culpa. Minoría de edad refería a aquel que era incapaz de servirse de la razón sin ser guiado por el otro. Para salir de la minoría de edad, se necesitaba decisión y coraje. La razón nos permitiría ser libres. Pero esta razón no era atributo de todos; solo algunos “doctos” podían hacer uso de la razón y ser iluminados. Esta formulación, se articuló con lo planteado por el filósofo alemán Hegel, para quien los países nuevos, sin historia, no tenían destino, no tenían futuro.
Estas formulaciones implican dos consecuencias. Por un lado la razón es un deber de los pueblos para pasar a la mayoría de edad, para ser libres. Por otro lado la libertad implica responsabilidad de formar un gobierno que garantice el orden. Este va a ser el problema central de los gobiernos revolucionarios en América, pero también en Europa.
¿Como aplicar esto a América? Los líderes revolucionarios se veían a sí mismos como esa elite ilustrada que tenia por deber iluminar a los pueblos y organizar el tránsito a la libertad en su lucha contra el despotismo. Pero esta esperanza fue truncada. El grado de autonomía jurídica de los virreinatos iberoamericanos era mayor, y más allá de la autoridad del virrey, los poderes locales se habían organizado políticamente. América tenía sus reglas y la disolución de sus lazos con España en 1808, reforzó esos poderes locales abriendo el camino a profundas disputas en torno a la cuestión de la soberanía y la forma de organización de los países, que puede resumirse en la tensión entre poderes locales y gobierno central.
La imposibilidad de aplicar el modelo europeo a América, va a provocar una profunda decepción en los revolucionarios, lo cual terminará por definir la negatividad americana. Bolívar, cuya razón y coraje, le daban en principio la confianza en que América encontraría una solución al problema de la gobernabilidad, decía luego en 1930: “La América es ingobernable para nosotros. El que sirva la revolución ara en el mar”. “…este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas”.
El fracaso en América era atribuido por la dirigencia política a los tres siglos de despotismo que la habían sometido “al triple juego de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, de modo que no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud”. En esta línea, la dictadura, era una cura para enfermos desahuciados y no una opción posible.
Otra fuente que contribuyó a formar la imagen negativa de América, provino de un lugar para nosotros extraño. Provino del campo de la historia natural. Buffon, un estudioso de la naturaleza, afirmaba que la naturaleza americana era inferior a la europea por ser una degeneración de esta. La degeneración era visible en los caracteres de las especies americanas, tomando las europeas como referentes. Así, el puma americano, para Buffon era un león enano y sin pelo. En la formulación de De Pauw, de la naturaleza inferior y degenerada, estaban incluidos los indígenas americanos y los criollos.
¿Pero eran estos los únicos elementos que podían forjar una identidad americana posible?
Cuando la dirigencia revolucionaria formuló un discurso fundador de la identidad, se alejó del patriotismo criollo por ser católico, ultramundano, imperial, y monárquico. Esas características eran justamente las que los líderes independentistas querían extirpar de la América española, de modo que las apartaron de la nueva construcción identitaria.
La razón en búsqueda de una libertad “ordenada” -según el ideal kantiano- fue el horizonte de las revoluciones americanas. Pero este modelo no era aplicable a las repúblicas americanas. El desajuste entre un modelo que prescribía como llegar a la libertad en América y la realidad americana tendría consecuencias perdurables en nuestra región, que desde entonces, estuvo condenada al fracaso.
La visión que el iluminismo europeo del siglo XVIII tenía sobre América está vigente en la actualidad. Sólo basta ver la película “Apocalypto”, dirigida por Mel Gibson. Allí se presenta a las tribus mayas como comunidades salvajes y sangrientas, que afortunadamente encontraron la salvación en el dios español.
Recordando el planteo de “Macbeth”, vale preguntarse ¿Hasta qué punto las premoniciones prescriben los sucesos? ¿Hasta que punto los discursos y mitos prescriben los destinos?
PARA LEER:
El paradigma y la disputa. Notas para una genealogía de la cuestión liberal en México y América Hispánica, de Antonio Annino (Disponible en http://foroiberoideas.cervantesvirtual.com/).