
José de San Martin nació en Yapeyú en 1778. Allí nació porque su padre, el Capitán Don Juan de San Martín, era teniente del gobernador de Yapeyú. A los tres años, su padre fue trasladado a Buenos Aires para hacerse cargo de los oficiales del batallón de voluntarios españoles por orden el virrey Vértiz. En 1784, cuando San Martin tenía seis años, a su padre le fue encargada la dirección de un regimiento en Málaga y la familia se mudó a España. José, ingresó al Seminario de Nobles de Madrid, donde aprendió latín, francés, castellano, dibujo, poética, retórica, esgrima, baile, matemáticas, historia y geografía. A los 11 años ingresó como cadete al regimiento de Murcia y en poco tiempo comenzó a tomar parte de los combates en España y en el Norte de África. Entre 1793 y 1795, participó de los combates entre España y Francia, y ascendió hasta ser segundo teniente. Poco después ascendió a teniente coronel.
Cuando estalló la revolución, San Martín, decidió sumarse a ella, al igual que otros americanos en Cádiz. Se fundó, entonces, una filial de la “Gran Reunión Americana”, también conocida como “Logia de los Caballeros Racionales”, una logia masónica que había sido fundada en 1797 por Francisco de Miranda en Londres. El objetivo de esta logia era lograr la independencia de América de los españoles, establecer un sistema republicano unitario y un gobierno unipersonal. Los miembros de la logia viajaron a Londres, donde se informaron del Plan Maitland, un plan para tomar Lima por el Pacífico y liberar a América del dominio español.
A poco de llegar al Río de la Plata, y luego de fundar el regimiento de granaderos a caballo, San Martín se contactó con los opositores al triunvirato, encabezados por la Sociedad Patriótica (fundada por Bernardo de Monteagudo), y creó la Logia Lautaro, junto a Carlos de Alvear, quien también había hecho su carrera militar en España. La Logia Lautaro seguía los lineamientos de la logia creada en Cádiz: la Independencia americana y la Constitución Republicana. En función de estos objetivos, en octubre de 1812, San Martín y sus compañeros marcharon con sus tropas, incluidos los granaderos, hacia la Plaza de la Victoria (actual plaza de mayo). Allí exigieron la renuncia de los triunviros en un documento redactado por San Martín que decía: "...no siempre están las tropas para sostener gobiernos tiránicos." Como resultado de esta asonada, se designó un segundo triunvirato afín a la Logia y a la Sociedad Patriótica, integrado por Juan José Paso, Nicolás Rodríguez Peña y Antonio Álvarez Jonte.
La Logia Lautaro había dispuesto que lo primordial fuera asegurar la confluencia de la revolución rioplatense en una vasta revolución hispanoamericana, republicana e independentista. En segundo lugar, debía triunfar la revolución en el plano militar, eliminando la resistencia de los antirrevolucionarios. La política debía estar al servicio de ese objetivo básico, y por eso mismo la Logia debía manejar todos los resortes del poder. Después, cuando la paz interior lo permitiera, se discutirían las formas institucionales más convenientes conforme al pronunciamiento popular.
Y este es el aspecto paradojal de las revoluciones republicanas. Más allá de los principios de respetar los derechos del pueblo soberano y evitar los abusos tiránicos de la autoridad administrativa, el poder revolucionario debía actuar en función de la situación. Esto significaba que la guerra terminaba imponiéndose a las discusiones políticas sobre la soberanía. Los dirigentes de la Logia debilitaron la idea rousseauniana de soberanía y adoptaron un ideal de libertad condicionado por las circunstancias naturales e históricas, según el cual era preciso obrar de acuerdo con las posibilidades efectivas que las condiciones ofrecían en el lugar y en el momento de la acción. En ese sentido, retomaban en parte la línea de Mariano Moreno, quien exigía el respeto a la voluntad del pueblo mientras esa voluntad, por inexperta o por inmadura, no se opusiera a los fines últimos perseguidos por la Revolución.
Bajo esta luz pueden leerse las sucesivas “desobediencias” de San Martín respecto a lo que el gobierno le ordenaba. En 1814, a San Martín se le encomendó el mando del ejército del Norte en reemplazo del General Belgrano. San Martín aceptó el cargo, pero considerando el plan continental acordado con los miembros de la Logia, no creía conveniente seguir por la vía del Alto Perú. Aceptó el cargo pero desobedeció las órdenes del gobierno central y se retiró a Córdoba para reponerse de los dolores causados por su úlcera estomacal y terminar de delinear las bases de su estrategia militar consistente en cruzar la cordillera, liberar a Chile y de allí marchar por barco para tomar el bastión realista de Lima. En 1816, el director Pueyrredón lo nombró gobernador de Cuyo, donde comenzaría los preparativos de su plan. A principios de 1817 comenzó el cruce de los Andes, que dio comienzo a la campaña libertadora en Chile.
La primera iniciativa de resistencia al proyecto revolucionario unitario y centralista, fue liderada por Artigas, quien al frente a la Liga del Litoral, se constituyó en un peligro para el gobierno porteño. Ante la amenaza artiguista, el director Pueyrredón propició la invasión portuguesa de la Banda Oriental para combatir al caudillo y le ordenó a San Martín que bajara con su ejército para encabezar la represión de los orientales. San Martín se negó bajo el argumento de que “el general San Martín jamás desenvainará su espada para derramar sangre de hermanos", y poco después, el 20 de agosto de 1820, partió desde el puerto chileno de Valparaíso la expedición libertadora, desobedeciendo la orden del gobierno central de retornar.
Perú fue liberado en 1821. Se formó entonces un gobierno independiente que nombró a San Martín “Protector del Perú”, con plena autoridad civil y militar. San Martín abolió la esclavitud y los servicios personales (mita y yanaconazgo), garantizó la libertad de imprenta y de culto, creó escuelas y la biblioteca pública de Lima. En 1822, se encontró con Simón Bolívar en Guayaquil. Allí, San Martin traspasó a Bolívar el mando de sus ejércitos, y comenzó su retirada. En un periplo desde Perú a Chile, Mendoza y finalmente Europa (tras un breve paso por Buenos Aires) San Martin dejaba de ser héroe para convertirse en un exiliado hasta su muerte.
San Martín tiene el primer lugar en el panteón de próceres de la historia argentina edificado sobre la base de la enseñanza impartida por las escuelas, que contribuyó a formar la identidad de varias generaciones de ciudadanos y ciudadanas de nuestro país. El culto a San Martín esta fundamentado en el registro histórico tanto como en el literario. A San Martín se lo ha considerado "Padre de la Patria", fundamentalmente a partir de la obra de Bartolomé Mitre, “Historia de San Martín y de la Emancipación Americana”; mientras que el escritor Ricardo Rojas lo ha inmortalizado como “El Santo de la Espada”.
Los discursos históricos y literarios diseñaron el perfil mítico de San Martín, a quien se lo ha erigido como “fundador” de lo argentino aún cuando la “argentinidad” no existía en el momento en que San Martin vivió. Existía entonces una identidad americana (por oposición a lo español) yuxtapuesta con fuertes identidades locales. Fue la construcción mitrista de la nación, del pueblo argentino, la que inauguró la argentinidad con origen en San Martín.
El historiador Fernando Devoto ha señalado que la Argentina ha estado entre las naciones que han hecho mayor uso y abuso antropomórfico de héroes para su religión cívica. Y destaca el uso extensivo de militares o de personajes que, aunque no fuesen sólo militares, eran corporizados como tales, desde Manuel Belgrano hasta Juan Manuel de Rosas, situación que disgustaba bastante a Juan Bautista Alberdi, para quien hubiera sido bueno tener más héroes civiles. El lugar central de San Martín en el santoral argentino comenzó con Mitre, se reforzó en los años treinta con el General Agustín Justo, y adquirió una dimensión notable en los años cuarenta, cuando Perón montado en su caballo, gustaba de identificarse con el San Martín de las estatuas ecuestres.
A San Martín se lo ha celebrado desde las posiciones más distantes del arco político ideológico. Comenzando por Sarmiento a mediados del siglo XIX, y Bartolomé Mitre poco después, continuando por Ricardo Rojas ya en el siglo XX, y más recientemente, tanto el peronismo y como la Revolución Libertadora, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y los generales de la ultima dictadura militar, todos reclamaron a San Martín para fundar sus proyectos de nación. Un militar honesto y rebelde, sólo fiel a su plan, que no obedecía al gobierno, porque su acción sólo se debía a un objetivo de máxima: la liberación y la independencia de los pueblos. Esta trayectoria permitió su vindicación desde posturas militaristas de derecha y de izquierda.
La figura de San Martín ha trascendido las fronteras americanas. El general aparece como personaje en una novela corta escrita por Joseph Conrad: Gaspar Ruiz. Según el análisis realizado por el escritor argentino Martín Kohan, San Martín ingresa en este relato con una triple marca: la del título de su consagración histórica (“el gran Libertador”), la del sostenimiento de valores universales (“era compasivo y justiciero”) y la del reconocimiento de valores particulares ligados a la audacia o a la osadía (“gustaba de los hombres valientes y atrevidos”) Allí, San Martín es el héroe que funda las fronteras, que separa identidades y alteridades sin ambigüedades, y que disuelve los conflictos y las contradicciones en el interior del espacio.
Por otra parte, tal como señala Kohan, los pretendidamente “nuevos” intentos de humanizar a los héroes como a San Martín, no constituyen ninguna novedad. En “El santo de la espada”, de Ricardo Rojas, ya se contaban los amores de San Martín y se planteaba su posible origen indígena, hipótesis que tanto han beneficiado a algunos “historiadores” hacedores de best séller. Así, la imagen heroica de San Martín se refuerza; no sólo era un libertador valiente, sino genuinamente nativo y viril. Certeramente, Devoto se pregunta, qué tan útil puede ser esta operación. “Si humanizar a los héroes busca acercarlos a las personas que deben celebrarlos hay ahí un contrasentido. Los héroes-próceres nunca son reales, siempre son construcciones imaginarias y como tales, en su sustancia, no humanizables”.
¿Qué pasaría si desplazáramos la atención desde los héroes hacia nosotros mismos, los argentinos? Construir una identidad mirándonos como individuos y como sociedad, detenernos en las relaciones que establecemos en el ámbito cotidiano, laboral, político, comunitario, nos permitiría desprendernos de la vieja y errónea idea de que un héroe a caballo vendrá a salvarnos. Aunque quizás no haríamos más que seguir una de las máximas de San Martín: “No es en los hombres donde debe esperarse el término de nuestros males: el mal está en las instituciones y sólo en las instituciones”.
PARA VER:
Para una visión mítica de San Martín:
El santo de la espada, de Ricardo Rojas. Hay una versión cinematográfica dirigida por Leopoldo Torre Nilson (1970).
PARA LEER:
Para una crítica de la visión mítica de San Martín:
Narrar a San Martin, de Martin Kohan (de Adriana Hidalgo Editora).
La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera.
Gaspar Ruiz, de Joseph Conrad.