DE TEXTOS, LIBROS Y LECTORES


Cada vez que se produce una expansión de la cultura escrita, surgen las voces de alarma. Así como hoy hay voces que claman por el retroceso de la lectura, por la amenaza del texto digital al texto impreso y por la corrupción del lenguaje, las voces que vaticinaban la desaparición de la cultura escrita también se hicieron oir en el pasado.

Tanto el temor a perder la cultura escrita como el temor al exceso textual propios de una sociedad invadida por el patrimonio escrito son preocupaciones que han atravesado la historia de la humanidad. Dos obsesiones se reconocen en ella: la obsesión de la pérdida que tiende a la acumulación y la inquietud por el exceso que exige seleccionar y elegir.

En el siglo XV, la invención de la imprenta que alentó la producción y circulación de libros impresos hizo posible la expansión de la cultura escrita en los siglos siguientes. Y los temores aparecieron. En el siglo XVI, por ejemplo, se recogieron los textos manuscritos y se publicaron impresos para sustraerlos del olvido. Por otro lado, los sectores populares rechazaban el texto impreso como forma de imposición por una autoridad, la del Estado. Y también los letrados rechazaban, en principio el texto impreso, viendo en esta forma la corrupción del texto. Con la imprenta, los riesgos de la corrupción del texto aumentaron, por la multiplicación de ediciones piratas, por los errores de los cajistas, por las malas interpretaciones...la distancia del escritor respecto de los lectores, que permitía cierta libertad en la apropiación de los textos.

Desde entonces, los esfuerzos para clasificar, organizar, elegir y establecer dentro de tanta abundancia textual, promovieron el retorno de las bibliotecas y el diseño de sistemas de clasificación como instrumentos de control de la multiplicación de textos. Las primeras bibliotecas habían surgido en las culturas del Mediterráneo oriental. Tenían la función de preservar los textos jurídicos y religiosos que reglaban la vida comunitaria. El soporte era entonces la arcilla y la piedra, e integraban lo que Eco denomina memoria mineral. En la grecia clásica, la función era diferente. Estaban orientadas a preservar los textos filosóficos. Cuando Grecia y sus colonias pasaron a formar parte del Imperio Romano, parte de sus fondos fueron trasladados a las bibliotecas romanas. Durante el Imperio, se crearon varias bibliotecas públicas. La caida del Imperio significó la disgregación de estas bibliotecas.

Por largos siglos, el mundo occidental solo contaría con las bibliotecas de los monasterios. En ellos, los copistas transcribían los textos necesarios para el estudio, entre los que se contaban también los textos clásicos. En los talleres monásticos se crearon colecciones de manuscritos, que dieron fama a las bibliotecas de Montecassino, Cluny, Fleury, a las que se sumaron aquellas de las catedrales como Reims y Chartres. A diferencia de lo sucedido en el mundo cristiano, en España durante el dominio de los musulmanes, se crearon muchas bibliotecas, cuyas colecciones integrarían las universidades de Salamanca, Alcalá y Córdoba, verdaderos espacios de creación y transmisión cultural entre Oriente y Occidente.

Entre los siglos XVI y XVII, las formas del libro se emanciparon definitivamente de las del manuscrito. Aún cuando la mayoría de la población no estaba alfabetizada, la circulación de lo impreso modificó las prácticas sociales de la cultura.

Se produjo entonces una doble revolución. Una revolución de la lectura, de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa; y una revolución del libro con la difusión del texto impreso. En Inglaterra, Holanda, Francia, no sólo la nobleza y el clero adquirían libros, conformando valiosas bibliotecas privadas, sino que también profesionales, mercaderes y artesanos figuraban como propietarios de libros, principalmente manuales de utilidad para el oficio y la profesión. Además, los letrados encontrarían un nuevo objeto, el periódico. También entre los sectores populares urbanos se advertía el uso colectivo de lo impreso. ¿Dónde? En los talleres, en las asambleas religiosas organizadas por los protestantes, donde se leía en voz alta el Evangelio, y también en las fiestas gremiales y barriales.

Además del libro, otros impresos formaban parte de este cambio: La imagen volante y el cartel, los periódicos y los sueltos impresos, los folletos repartidos por los vendedores ambulantes o por los agitadores políticos, gacetillas y almanaques en forma de librito sobre temas diversos (los crímenes capitales, las apariciones celestes, los milagros, los embrujamientos y posesiones diabólicas).

Comenzó a publicarse entonces la Biblioteca Azul (1602). Una colección popular de folletos en forma de libros de color azul que comprendía fundamentalmente, novelas de caballería, vidas de santos, una biografía de Cristo y otra de María. A estos libritos se sumaron los calendarios con pronósticos y predicciones astrológicas, horóscopos, consejos y preceptos. ¿Cómo circulaban? Mediante la venta ambulante. Orientada primero a comerciantes, y a la baja nobleza, su consumo se extendió luego a las clases populares.

En la alta nobleza y los comerciantes acomodados, la biblioteca empieza a ocupar un espacio privilegiado en las viviendas, sobre todo en el XVIII. El libro era considerado un objeto precioso que debe ser conservado y exhibido en lujosos muebles, destinando en algunos casos a más de una habitación como biblioteca. Los motivos para ello eran la pasión por el coleccionismo, las apariencias sociales que designaban a la biblioteca como espacio de sociabilidad selecta y la conversión de ella en un lugar de estudio y de trabajo donde reflexionar sin perturbaciones (lugar de retiro y de meditación).

Pero el uso de los libros no equivalía a propiedad. El préstamo, tan antiguo como el libro mismo, era muy difundido entre amigos y colegas. Y por supuesto, existían formas de acceso público al libro. En el siglo XVIII, reaparecía la biblioteca pública. Gestionada por grupos civiles, eclesiásticos, o literarios. Devinieron de la apertura al público de las bibliotecas privadas de las universidades, abadías, y particulares como el cardenal Mazzarino, o la del Rey. También de los legados de particulares a los ayuntamientos (gobiernos municipales) a condición de que las colecciones quedaran abiertas para los lectores de la ciudad.

La lectura silenciosa comenzó lentamente a desplazar a la lectura en voz alta, característica de los tiempos medievales. La lectura silenciosa borraba las diferencias entre el mundo imaginario de la literatura y el mundo social de los lectores. De ahí, las leyes que prohibían la producción, difusión y lectura de las novelas de caballería, de farsas, de aventureros y los textos libertinos.
La revolución del siglo XVIII es comparable a la revolución actual de la lectura. Entonces se manifestaba la diversidad de lo escrito y la diversidad de las formas de lectura que posibilitaba la apropiación individual del texto. La circulación del texto escrito hizo posible el surgimiento de la cultura crítica tanto entonces como ahora.

A fines del siglo XIX, los editores comenzaron a hablar de una crisis del libro. Atemorizados por la abundancia de libros y la insuficiencia de lectores, los editores temían por su negocio. También hoy los editores manifiestan una preocupación similar frente al avance del texto digital. Además de los editores, son los pedagogos quienes hoy se manifiestan contrarios a las nuevas formas de lectura. Lamentan el retroceso de las capacidades y de las prácticas de lectura. ¿Por qué? Porque la relación entre la educación y el libro tiene larga data y está en el origen de la enseñanza pública organizada por los estados en el siglo XIX. A través de los textos impresos, se fijan y transmiten las normas pedagógicas, y los manuales escolares vinculan la fijación impresa de la norma pedagógica.

Contra toda perspectiva nostálgica de que antes se leía más y mejor, sólo podemos decir que ahora se lee más y más gente lee más. No sólo textos impresos, cuya producción es por cierto superior a la de principios del siglo, sino a través de una variedad de formas textuales. No solo se lee más sino que se escribe más en el texto. Los textos son apropiados más aceleradamente sin intervención del editor, del tipógrafo, del bibliotecario, de las cadenas de librerías. Se leen textos e inmediatamente se escriben textos, se sobrescriben textos. Quien ha analizado mejor que nadie este tema, el historiador Roger Chartier, dice que la computadora realiza el sueño de Petrarca: Ser autor y lector al mismo tiempo.

Para leer más:
- Chartier Roger, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Gedisa, Barcelona, 1996.
- Duby George y Ariès Philippe (dir.). Historia de la vida privada, Taurus, Buenos Aires, 1991, Tomo 8: La sociedad burguesa.