
La emergencia de gobiernos autoritarios que ejercieron el terrorismo de estado fue un fenómeno característico del siglo XX que parece darles la razón a las voces críticas de la modernidad y el progreso que se alzaron desde finales del siglo XIX. Las formas extremas del “estado de excepción” han sido poco excepcionales durante el siglo pasado, a punto tal de que el filósofo “Giorgio Agamben” se ha preguntado qué clase de excepción es aquella que ha estado vigente con tanta frecuencia.
Las consecuencias de las políticas adoptadas por los regímenes autoritarios hoy siguen siendo debatidas. En Alemania, la experiencia del nazismo lleva más de cincuenta años de debate público y académico, y los consensos son transitorios. En Argentina, en los últimos cinco años el debate se ha generado y enriquecido.
Más allá de los primeros intentos de reflexión, ¿cómo explicar el nazismo? ¿cómo explicar las dictaduras latinoamericanas? Uno de los obstáculos para analizar estos procesos está dado por los vacíos documentales. Por distintos motivos. En el caso del gobierno de Hitler, la desintegración de la maquinaria del gobierno formal centralizada en el Tercer Reich y el estilo no burocrático del gobierno de Hitler que implicaba que muchas de las decisiones raramente fueran registradas, impiden saber qué material de gobierno llegaba a él y cómo eran los procedimientos para la toma de decisiones (esto está muy bien presentado en “La caída”, la película de Oliver Hirschbiegel).
En el caso de las dictaduras latinoamericanas y específicamente de la última dictadura argentina, la ausencia documental descansa en otras bases. La dictadura argentina tuvo un estilo de gobierno burócratico y una obsesión por documentar cada una de las acciones de gobierno en sus distintos niveles, incluyendo a aquellas asociadas al accionar terrorista del estado. Sin embargo, aún no se ha podido acceder a ellas porque no se sabe dónde están. La negativa de las fuerzas armadas a reconocer la existencia de los archivos de la represión se ha mantenido más allá de los vaivenes políticos de los gobiernos posteriores, ninguno de los cuales ha iniciado una investigación al respecto.
En este caso fue justamente el carácter planificado de la política de exterminio inaugurada por el gobierno militar de 1976, el que impide el acceso a los documentos. Demostrar que las acciones contra la sociedad civil fueron parte de un plan debidamente registrado implicaría un cambio en el proceso judicial contra los ex funcionarios de la dictadura, oportunamente beneficiados por las leyes de obediencia debida y punto final durante el gobierno de Alfonsín y por los indultos firmados por Menem.
Otro de los obstáculos responde a las distintas interpretaciones sobre estos procesos, sobre todo en lo que refiere al grado de consenso alcanzado por los regímenes autoritarios en las sociedades, esto es, los grupos sociales y económicos que apoyaron decididamente a estos gobiernos y la tolerancia o simpatía que los regímenes autoritarios despertaban en la población en general.
Es claro que en ambos casos, hubo sectores de la elite política y económica que veían en las soluciones autoritarias la salida a las crisis económicas y políticas de las sociedades atravesadas por fuertes conflictos sociales. El discurso del orden ha funcionado (y sigue funcionando) para cierto pensamiento ingenuo que busca soluciones rápidas. Y en esto, no hay distinción de clases sociales.
Pero cabe diferenciar el consenso que encubre importantes porciones de miedo y de instinto de supervivencia (aunque también de oportunismo e indiferencia ante aquello que no afecta la vida cotidiana más que indirectamente), del decidido apoyo de ciertos grupos que se vieron favorecidos directamente por las políticas implementadas por los gobiernos represivos. Y aquí encontramos un punto común a procesos quizás distantes espacial y temporalmente, como estos que comentamos hoy.
El régimen nazi fue considerado conveniente para la elite industrial alemana preocupada por la caída de la rentabilidad de sus empresas habida cuenta de la crisis económica y del avance del movimiento obrero. Del mismo modo, la dictadura militar de 1976 contó con el explícito apoyo de las grandes empresas nacionales y extranjeras que reclamaban un corte final a la movilización obrera, que se representaba en las luchas políticas y sindicales especialmente crecientes desde finales de la década del 60’. Por esta razón, la persecución, encarcelamiento y muerte de obreros (y especialmente de obreros industriales) fue característica de ambos regímenes.
Esto no quiere decir que las políticas económicas hayan sido determinadas por intereses puramente económicos. La escalada de violencia generada por los regímenes autoritarios marca la existencia de un significativo grado de autonomía por parte de los gobiernos, luego de haber realizado concesiones atractivas para las elites económicas y consolidado su poder.
En el discurso estatal, la construcción de un enemigo al cual debe destruirse para preservar la “parte sana” de la sociedad coloca a la destrucción como programa en sí mismo y alienta en las capas inferiores del aparato estatal, la realización de acciones delictivas bajo el argumento de combatir al enemigo.
Los historiadores del nazismo han alcanzado cierto acuerdo en este punto. Esto es, en el origen del régimen nazi con el incendio del Parlamento en 1933, las acciones llevadas adelante por el bloque SS-Policía-SD, fueron toleradas por los bloques aliados al partido nazi (la elite industrial, las fuerzas armadas) promoviendo una libertad de acción cada vez mayor hasta un punto de no retorno.
Específicamente, desde las primeras acciones contra los judíos hasta el exterminio dado en llamar la solución final, hubo múltiples acciones toleradas y apoyadas por distintos sectores que hacen difícil ver lo sucedido como el delirio de Hitler. (En los años 70’, hubo explicaciones sobre la guerra y el exterminio que apelaban a la psicopatía neurótica de Hitler, su complejo de Edipo, la ausencia de uno de sus testículos, su impotencia y sus traumas, haciéndolos coincidir con la “personalidad del pueblo alemán”).
Los crímenes de estado no pueden ser explicados solo con referencia a Hitler. La complicidad de las elites dominantes que ayudaron a que llegara al poder y que apoyaron sus acciones en el marco de “la restauración del orden social”, contribuyen a explicarlo. Y también cierta empatía de la sociedad alemana con el discurso nacionalsocialista que evocaba el gran destino del pueblo alemán, una vez que se limpiara de sus elementos perniciosos.
Y aquí nos resta un tercer nivel de análisis, el de los consensos y las resistencias sociales. Durante el debate sobre el nazismo hasta la década del 70’, la cuestión del holocausto no fue particularmente significativa para la opinión pública alemana. Sí lo fue, en el extranjero. Pero no en Alemania, por lo menos hasta 1979, momento en que se proyectó aquella miniserie norteamericana que muchos recordarán llamada Holocausto. La dramatización en formato de telenovela difundida en la televisión de Alemania occidental conmovió a la conciencia popular alemana, que cuarenta años después comenzaría a reflexionar sobre su participación en el curso de los acontecimientos.
¿Qué decir sobre la similitud de esta experiencia y la experiencia argentina? Desde el apoyo total de la prensa argentina al golpe del 76’ (y me refiero a Clarín, La Prensa, La Nación, entre otros), los festejos por el triunfo en el mundial de fútbol de 1978, hasta el apoyo a Galtieri en la guerra de Malvinas, estos sucesos se han presentado elocuentemente como manifestación vernácula de la euforia que generan los gobiernos autoritarios si cuentan con un adecuado aparato de propaganda.
Analizar estos procesos no es lo mismo que reconstruir la memoria o preservar la memoria. La memoria es siempre una construcción subjetiva, y parcial. Inevitablemente la perspectiva de los sucesos realizada por sus protagonistas llevarán a memorias diferentes e incluso contrapuestas, que no podrán ser sintetizadas en una única historia. No obstante esto, las iniciativas de recuperación de la memoria atraen la discusión pública de esta problemática y además alientan la búsqueda y preservación de documentos indispensables para analizar nuestro pasado no solo hoy sino en el futuro.
Estos procesos no son excepcionales y la comparación y el estudio de experiencias similares proporcionan pistas para entender nuestra experiencia histórica. Y también quizás pueda resultar conveniente una reflexión sobre nuestras prácticas y nuestras instituciones actuales.
Hay un punto fundamental en la indiferencia con la que las sociedades modernas dejan que sus gobiernos cometan atrocidades en nombre de objetivos asociados al interés nacional. Tal es el gradual proceso de despersonalización y deshumanización de un “enemigo”, haya sido construido como judío, subversivo, etc. que comienza con pequeñas acciones y declamaciones, y terminan con la aniquilación a gran escala. Y aquí es cuando cabe preguntarse si las sociedades autoritarias son cosa del pasado. ¿Qué tan permeables somos a los discursos centrados en la identificación de un enemigo? Qué estamos dispuestos a apoyar en función de la restauración del orden y la autoridad?
Para ver:
- Del director István Szabó: Mefisto, Amanecer, Hanussen.
- La Caída, de Oliver Hirschbiegel.
- El experimento, de Oliver Hirschbiegel.
- Lili Marleen (1981), de Rainer Fassbinder.
- Los rubios, de Albertina Carri.
Para leer:
- La dictadura nazi, de Ian Kershaw, (Siglo XXI, 2005).
- Hitler, de Ian Kershaw (Península, Barcelona, 1999).
- Nueva Historia Argentina, tomo X, Juan Suriano (Dir.) (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2006).
- A veinte años del golpe. Hugo Quiroga, Cesar Tchach (comps.) (Ed Homo Sapiens, Rosario).