
En estos últimos días, en el marco del conflicto de los productores agropecuarios, hemos escuchados varias declaraciones de la presidenta Cristina Kirchner, de dirigentes ruralistas de distintas asociaciones, de camioneros varados en las rutas, de citadinos muñidos de cacerolas, y de dirigentes piqueteros. Algunas de tono mesurado, pero la gran mayoría de las declaraciones fueron en tono ardiente y polémico. Muchos de los protagonistas de estos enfrentamientos, procuraban legitimarse aduciendo ser el “pueblo”. No “representantes del pueblo”, sino el pueblo. Particularmente, llamaba la atención el contraste entre una señora que protestaba en plaza de mayo diciendo que ahí estaba el pueblo, y el dirigente Luis D’elía que también se autodefinía como “pueblo”. Ambas opiniones eran contrarias y quienes las expresaban pertenecían a distintas clases sociales. Sin embargo, ninguno de ellos dudaba en considerarse el verdadero pueblo. ¿Quién es el verdadero pueblo? ¿A qué llamamos pueblo? ¿Quién habla por el pueblo?
Para analizar esta cuestión, podemos empezar por decir que, en términos históricos, existen dos visiones generales opuestas de lo que significa pueblo. La primera de ellas relaciona el pueblo a la comunidad, y supone naturalmente la desigualdad; de modo que quien expresa la voluntad popular debe contemplar las desigualdades que existen en la sociedad. La segunda noción de pueblo remite a su vinculación con el sector más pobre. Esta noción proviene del romanticismo del siglo XIX, un período de revueltas populares que terminó con el triunfo de la reacción conservadora, la cual reconquistó el poder en Francia y en la mayoría de los países europeos hacia 1848.
La noción se vio resignificada en las décadas posteriores. Para el socialismo, el pueblo era el pueblo trabajador. Para los nacionalistas, el pueblo era el pueblo nacional. Para los republicanos, el pueblo era el pueblo republicano. Todas las formas políticas se han proclamado como la auténtica expresión de la voluntad popular, comenzando por la antigua Grecia, donde se acuñó el término democracia que, como sabemos, significa gobierno del pueblo. De modo que el significado de esta fórmula depende del sentido dado a los conceptos de pueblo y gobierno. La noción de pueblo en el mundo occidental designaba en principio a los hombres libres; posteriormente se limitó a los poseedores de bienes, y en tiempos más recientes, refería a “las personas juiciosas”, los blancos, los hombres, hasta incluir finalmente a las mujeres.
El concepto de gobierno del pueblo, también varió históricamente. La democracia directa por ejemplo, una de las formas actuales de expresión de la voluntad popular, tuvo su raíz en el pensamiento rousseauniano, y se difundió como práctica política durante cierta fase de la revolución francesa, en los comienzos de la revolución rusa, y también durante las revoluciones románticas en Francia. Más tempranamente incluso, la constitución de Rhode Island de 1641, proclamaba esta fórmula de organización política.
Por otra parte, en la democracia representativa, modelo definido por Alexander Hamilton en 1777, el pueblo delega su soberanía en sus representantes; de modo que la voluntad popular se expresaría mediante los representantes del pueblo. En esta tradición, se formulan los principios de división de poderes, la periodicidad de las funciones y la publicidad de los actos.
Hacia la primera guerra mundial, esta última forma de democracia se fue imponiendo sobre la primera. De hecho la democracia no era bien vista por las elites dirigentes (especialmente la democracia en su versión francesa) que la asimilaban al poder popular descontrolado. Fue la paulatina difusión de la democracia representativa la que termino por despejar los temores al gobierno del pueblo.
En la tradición socialista, el termino siguió significando poder popular. Un estado en el que los intereses de la mayoría del pueblo son preponderantes. En la tradición liberal, la democracia se fundamenta en la realización de elecciones de representantes en condiciones de libertad de opinión pública. Y vale recordar que en sus discursos de campaña, allá por los años cuarenta, Perón contraponía la democracia real contra la democracia formal.
La construcción de los conceptos realizadas por las sociedades a lo largo de su devenir histórico nos permite entender porqué tanto D’elía como la “señora de la cacerola” se postulaban como el verdadero pueblo. La diferencia entre ambos se remite a la noción de pueblo que utilizan: el sector más pobre por un lado, un sector de la ciudadanía por el otro. Pero más importante es señalar lo que tienen en común. Ambos manifiestan una profunda desconfianza hacia la democracia representativa y plantean retomar “la soberanía” para ejercer la democracia directa. Ambos descreen de la ficción democrática.
¿Por qué digo ficción democrática? Aquí me remito al excelente libro de Morgan, “La invención del pueblo”, que plantea que todo gobierno descansa en el consentimiento de los gobernados. La mera fuerza de los que gobiernan no constituye una base suficiente para obtener ese consentimiento. Y esto vale para tanto para los regímenes democráticos como para los autoritarios. Los hombres y las mujeres, deben ser persuadidos, convencidos. Los pocos que gobiernan se ocupan básicamente de producir opiniones. Esto no es fácil porque las opiniones suelen ser diferentes a los hechos y para que los muchos gobernados se sometan a las minorías gobernantes deben aceptar la ficción que se les ofrece. Deben dejar de ser incrédulos, deben creer que el emperador esta vestido aunque no lo esté. Todo gobierno necesita hacer creer en algo. Que el rey es divino, que el rey es justo, que la voz del pueblo es la voz de Dios. Esta era la ficción que sostenía al antiguo régimen.
La ficción contemporánea basada en la democracia representativa hoy está en discusión. En el juego de simulaciones la ficción política se mezcla con el mundo real y, generalmente, da forma al mundo real. Pero para que esto ocurra, la ficción debe tener alguna similitud con el mundo real. Si se aleja demasiado, la incredulidad aparece y el rey vuelve a verse desnudo. Esto ha pasado en muchas oportunidades en la historia política de nuestro país y en el mundo. Basta recordar al rey Luis XVI de Francia, o al rey Jacobo I de Inglaterra, o en términos más actuales, pensar la política del presidente Bush en Estados Unidos o la huida del ex presidente De la Rua en Argentina. Los gobiernos de Estados Unidos, China, Rusia, Alemania, Argentina, Cuba descansan en ficciones. La ficción es necesaria para que las sociedades existan, para que el mundo se parezca a lo que queremos que sea.
Como expresaba David Hume, en 1758, “Nada es mas sorprendente para aquellos que se ocupan de los asuntos humanos con mirada filosófica, que ver la facilidad con la que las mayorías son gobernadas por las minorías; y observar la implícita sumisión con la que los hombres renuncian a sus propios sentimientos y pasiones a cambio de los de sus gobernantes. Cuando investigamos por qué medios se produce esta maravilla, encontramos que así como la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no tienen otra cosa que los apoye más que la opinión. Es por lo tanto, sólo en la opinión donde se funda el gobierno, y esta máxima se aplica a los más despóticos y más militares de los gobiernos, así como a los más libres y populares”.
De modo que más que retomar la pregunta inicial, vamos a reformularla. La cuestión política se relaciona con la construcción de ficciones creíbles más que con verdades evidentes. En nuestros próximos encuentros hablaremos de ello. ¿Cuáles fueron las ficciones políticas que pueden sostener, y también limitar a los gobiernos? En otros términos vamos a contar la historia de la invención del “pueblo”.
Para leer:
- La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, de Edmund Morgan, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006.
Para ver (sobre distintas nociones del pueblo):
- El acorazado Potemkin, de Serguéi Eisenstein, Unión Soviética, 1925.
- Good Bye, Lenin, de Wolfgang Becker, Alemania, 2003.
Visiones sobre el pueblo argentino:
- Nobleza Gaucha, de Humberto Cairo, Eduardo Martínez de La Pera y Ernesto Gunche. Argentina, 1915.
- Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, Argentina, 1938.
- Después de la Tormenta, de Tristán Bauer, Argentina, 1990.
- Los hijos de Fierro, de Pino Solanas, Argentina, 1972.