
Hace ya algún tiempo estuvimos hablando acerca de cómo en los años treinta, comenzó a dibujarse una nueva Argentina en el espacio de confluencia entre políticas estatales y acción privada. Mencionamos en esa oportunidad, que el programa de construcción de carreteras desarrollado por la Dirección Nacional de Vialidad impulsó el desarrollo de la economía argentina, promovió la integración territorial y dio lugar una nueva visión del país, atenta a las diferencias regionales, pero orientada hacia un futuro de bienestar común.
La base para esta operación había sido la implementación de un impuesto nacional a las ventas de combustible en 1931, seguido por la Ley Nacional de Vialidad y la creación de la Dirección Nacional de Vialidad al año siguiente. La construcción de caminos, estaciones de servicios, hoteles y la creación de parques nacionales fueron dando forma a esa nueva Argentina, con un éxito sorprendente, si consideramos que de 2000 km de caminos en 1931, se llegó a más de 30.000 km en 1944. Las obras de vialidad ocupaban a más de 30.000 obreros en todo el país.
Claro, la conformación de un sistema vial respondía al previo crecimiento de la industria automotriz internacional y a su ingreso en la Argentina. Ford Motor instaló su primera sucursal en el país en 1914, la Fiat abrió su filial en 1920 y la General Motors, en 1929. La filial de la multinacional productora de neumáticos Firestone, se instaló en Argentina en 1917; Goodyear, en 1923 y la francesa Michelin, en 1928. El rápido arribo de las empresas extranjeras en el sector automotriz y productos asociados marcaba el gran interés que el mercado automotor argentino había despertado en las multinacionales del sector.
La estrategia de penetración de estas empresas norteamericanas en el mercado argentino era parte de la expansión de las compañías a nivel mundial. El caso de Ford fue paradigmático. Ford había desarrollado una serie de innovaciones técnicas y organizativas en la producción de automóviles, entre ellas, la estandarizacion de partes y componentes, la introducción de la cadena de montaje, la implementación de controles de tiempo en el interior de la fábrica. Estos cambios produjeron una reducción notable de los costos unitarios del producto y un aumento de la producción y de las ventas. Las 6000 unidades del modelo T producidas en 1908, habían pasado a ser 200.000 en 1913, 1.000.000, en 1916, y 2.000.000, en 1923. El aumento de la producción atrajo la necesidad de ampliar el mercado. El conocido el objetivo expresado por Henry Ford de que sus obreros se convirtieran en futuros clientes de la firma, respondía a esta necesidad.
Ford Motors se convirtió rápidamente en la empresa automotriz líder a nivel mundial y habiendo cubierto el mercado americano, comenzó a buscar nuevos mercados. Argentina era uno de los más atractivos. Munidas de estrategias publicitarias orientadas a promocionar el automóvil como el artefacto que permitía una nueva forma de vida familiar, más libre y feliz, que posibilitaba descubrir nuevos lugares y desplazarse sin límites, las empresas ingresaron al país. Una publicidad de Ford del año 1925, decía: “Hay muchos lugares hermosos, próximos a la ciudad, que usted y su familia no conocen. Compre un Ford y adquiera cabal conocimiento de todos los barrios de la ciudad y de sus pintorescos alrededores. Guíe usted mismo. Vaya por la calle o el camino que le parezca más interesante. Si un objeto o un paisaje llama su atención, deténgase. Sin violencias, sin apuros, con toda comodidad, con toda tranquilidad. Usted es el dueño de un Ford. Usted manda”.
Por cierto, las expectativas de las multinacionales norteamericanas sobre el mercado argentino estaban basadas en datos certeros. Hacia 1931, el parque automotor argentino contaba con 420.000 unidades, que representaban un promedio de 1 automóvil cada 26 habitantes, comparable a los promedios de Francia y Gran Bretaña.
Pero la relación entre automóviles y kilómetros de carretera daban cuenta de un panorama más desalentador: 95 automotores por kilómetro de carretera, cifra bastante superior a la de Estados Unidos (27), Australia (16) o Canadá (9), que estaba indicando una deficiencia en la infraestructura vial. Desde los años veinte, esta cuestión se convirtió en el eje de los reclamos de los importadores de autos, las empresas comercializadoras de nafta, y las asociaciones vinculadas al automovilismo como el Automóvil Club Argentino (ACA) y el Touring Club. "Tres cosas necesita nuestra República: caminos, caminos y caminos", se repetía en la revista Automovilismo, en 1925.
El sistema previsto por la Dirección Nacional de Vialidad, enfatizaba la integración de todo el territorio, estableciendo jerarquías definidas a través de conceptos como la "red troncal nacional", "caminos provinciales" y los "caminos locales". Este diseño se diferenciaba del otrora planteado por el sistema ferroviario en forma de abanico con centro en Buenos Aires, ya que la estructura se extendía en forma de malla, lo cual era adecuado a la voluntad de sistematizar, de crear un conjunto ordenado en una única trama.
Más allá de la imágenes que evocaban las carreteras pavimentadas entre hileras de árboles frondosos en el marco de un sistema vial orientado a promover el turismo, la primera opción seguida por la Dirección de Vialidad fue otra. En función de recursos limitados, territorios muy extensos y una baja densidad de población, se impuso la construcción de caminos de bajo costo, que sirvieran de soporte al transporte de la producción agraria. Al respecto, decía el presidente Agustín Justo, en 1935: “Hay, pues, que conformarse con el camino barato y sin polvo ni barro, que permita el tráfico todo el tiempo. Eso es lo que interesa a nuestra producción agrícola”.
Años después, cuando la crisis ya había cejado, la alternativa de carreteras adecuadas al turismo volvió a plantearse, aunque algunos no estuvieran de acuerdo, sobre todo aquellos que decían que los caminos debían hacerse para transportar trigo y no para transportar vagos. Finalmente, la idea prosperó, y en 1938 se inauguró la ruta 2 a Mar del Plata, poco después se construyeron 300 km de caminos internos en el Parque Nacional Nahuel Huapí, el camino de la costa entre Mar del Plata y Miramar, y las rutas que atravesaban la Mesopotamia hasta llegar a las cataratas del Iguazú, entre muchas otras.
Gradualmente, se difundieron además, el “weekend”, los “campings”, todo ello, promovido fervientemente por el ACA que alentaba otra forma de conocer el país.
“Fuera del verano, se hacen excursiones al Norte en forma de excursiones por ferrocarriles, ya sean individuales o colectivas, generalmente organizadas por sociedades comerciales, que forman caravanas de turistas [...] Esta clase de excursiones no son precisamente las más indicadas para hacer turismo propiamente dicho; son excursiones regimentadas y a horarios fijos, sin esa libertad de recorrer, estar o descansar cómodamente y que no permite al turista observar con detenimiento, y por ende, tener una mejor impresión de todo aquello que está a su alrededor. El turismo al Norte debe ser individual y en automóvil.”, se leía en la revista Automovilismo del año 1938.
La promoción del uso de automóvil efectuada por el ACA fue efectiva. Además del convenio para construcción de estaciones de servicios realizado con YPF, que multiplicó el número de estaciones en los puntos turísticos más alejados del país, la actividad del ACA y también del Touring Club, organizando la realización de competencias automovilísticas, contribuyeron a la mencionada integración territorial.
Gracias al mejoramiento de los caminos, los premios nacionales de automovilismo comenzaron a abarcar mayores extensiones y regiones antes poco accesibles. La operación de descubrir el país, geográfica y culturalmente, fue impulsada por las competencias automovilísticas que hacían visibles espacios antes invisibles. El Gran Premio Nacional de 1934 que llegaba a Resistencia, iluminaba al Chaco en primer plano. A Chile, llegó el Gran Premio Internacional de 1936, organizado por el ACA, con el auspicio de YPF y del propietario de la fábrica de cigarrillos Particulares. La Patagonia ingresaba al universo cultural de los argentinos, por la vía de los relatos de la competencia transmitidos por Radio Splendid y en las notas del diario La Nación.
Como señala Anahí Ballent, la competencia invertía fugazmente las relaciones centro-periferia. Por un momento, el centro de gravitación se desplazaba desde las grandes ciudades a pueblos pequeños y parajes distantes de la capital. En la voz de un periodista: “Pueblos enteros que no figuran siquiera en los mapas de la república estarán en los labios y oídos de millares de lectores y radioescuchas, y de oscuros villorrios y poblaciones pasarán a ser puntos conocidos y por ende, fáciles de traslados hacia ellos gracias a la difusión que se hará de los medios a que ello converge.”
Algunas cuestiones a señalar a partir de este breve relato. La recuperación económica del país luego de la crisis de 1930, por cierto notable, requirió la creación de nuevos impuestos, el diseño y la implementación de políticas publicas, además de la cooperación entre distintos tipos de actores, públicos y privados. En marco de un acuerdo, las opciones de promover el transporte para exportar la producción o para impulsar el turismo no fueron incompatibles. Por otra parte, la red de carreteras y la red ferroviaria constituyen la trama que sustenta la dinámica de un país. En este sentido, pueden funcionar como una metáfora de su presente y un proyecto de futuro. Me pregunto entonces, ¿cuál es nuestro futuro desde un presente atravesado por proyectos de trenes balas y rutas cortadas? Un territorio desintegrado y proclive a la hostilidad se presenta como la contracara de la Argentina que describíamos.
PARA LEER:
Kilómetro cero: la construcción del universo simbólico del camino en la Argentina de los años treinta”, de Anahí Ballent, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, n.27, Buenos Aires, 2005.
PARA VER:
Vértigo, de Emilio Karstulovic, Argentina, 1936.
Kilómetro 111, de Mario Soffici, Argentina, 1938.
Bólidos de acero, de Carlos Torres Ríos, Argentina, 1950.
Fangio, el demonio de las pistas), de Román Viñoly Barreto, Argentina, 1950.
Turismo de carretera, de Rodolfo Kuhn, Argentina, 1968.Piloto de pruebas, de Leo Fleider, Argentina, 1972.