Tres esferas han sido asociadas al amor a lo largo de la historia del mundo occidental: sentimiento, matrimonio, sexualidad. O dicho de otra manera: amor, procreación, placer. Estas tres esferas rara vez han jugado juntas. En los distintos momentos de la historia, la sociedad ha fijado los límites del amor en la institución del matrimonio. Pero el matrimonio podía prescindir del amor o en otro momento, prescindir del amor y del placer. La historia del amor es la de una larga marcha de las mujeres para liberarse del corset religioso y social que les impedía, justamente, amar.
En contraste con la opinión de que las fuertes restricciones al amor fueron inauguradas por el cristianismo, fue en el ámbito de la nobleza romana donde se consolidó el ideal de pareja monógama, unida en matrimonio con total prescindencia del placer. Dos personas juntas para procrear y crear buenos ciudadanos y jefes de Estado. En Roma, el matrimonio era un deber. El casamiento era necesario para aprovechar una dote, enriquecerse y dar ciudadanos a la patria. El matrimonio era un acto privado, un acuerdo (con compromiso de dote si la había) no garantizado por ningún contrato. Por lo tanto, la pareja podía divorciarse cuando quisiera. La herencia misma podía ser repartida como quisiera el hombre, sin obligación de legarle nada a sus hijos.
La mujer en Roma no era muy valorada. Podía ser maltratada físicamente. Sólo se la cuidaba por su dote o por su padre noble. No era más que una criatura inferior, un objeto, como los hijos o los esclavos libertos. Séneca decía “ Si tu esclavo, tu liberto, tu mujer o tu cliente se pone a replicar, tu te enojarás”.
El placer estaba entonces fuera del matrimonio, sobre todo para los hombres. Comúnmente, el hombre tomaba a sus pequeños esclavos y esclavas. Podía elegir tener un harén de esclavos o también elegir a una esclava como concubina, liberarla y tener hijos con ella, aunque nunca serian legítimos y tampoco ciudadanos. La iglesia no condenaba en principio esta práctica. San Agustín, por ejemplo, vivió muchos años de su juventud con una concubina, e incluso tuvo un hijo con ella.
Por otro lado el adulterio de la mujer era condenado. Pero el castigo dependía del marido. Si éste sorprendía a su esposa con un amante, la solución más sencilla era hacer regar al amante con orines de todos los esclavos. La solución más radical era castrarlo, como lo hicieron con Abelardo. Esto era totalmente legítimo en aquellos días. El marido podía también no hacer nada, pero en este caso, la sociedad lo despreciaría por dar muestras de debilidad.
A la mujer no se la tocaba, pero si su falta de conducta era evidente, podía ser exiliada, como le paso a las hijas de Augusto. Una de ellas tomaba un amante, cada vez que su marido la dejaba encinta. “Como la barca ya está llena, no corro el riesgo de dar hijos ilegítimos a mi marido”, explicaba.
Un punto a favor que tenían las mujeres en el mundo romano era que podían divorciarse cuando querían, sin ni siquiera informarle al marido. Se recomendaba enviarle una carta al marido para avisarle, pero esto podía no hacerse. Por ejemplo, Mesalina, como se aburría con el Emperador Claudio, se divorció y se volvió a casar sin decirle nada, llevándose además parte del mobiliario para recuperar su dote. Todos en Roma lo sabían, menos el emperador, hasta que una noche, las concubinas le informaron que Mesalina se había divorciado y vuelto a casar. Frente a lo cual, Claudio no pudo decir nada, puesto que era legítimo.
En la alta sociedad eran comunes los divorcios y también que las partes no supieran a ciencia cierta si estaban casados o divorciados. Un dilema que se planteó a Mecenas, dado que frecuentemente se peleaba con su esposa, quien se iba dando un portazo. La partida era una señal de divorcio. O por lo menos eso decía Mecenas: No quiero verte más! ¡Tú te divorciaste! Pero su mujer no opinaba lo mismo: ¡Yo no me divorcié!
Las mujeres viudas tenían la situación ideal, porque administraban ellas mismas los bienes y elegían a su regidor, generalmente un amante. Por esta razón, las viudas eran acechadas por los cazadores de fortunas. Una de las formas de enriquecerse era “enganchar” a una viuda, actividad no muy valorada, pero totalmente legítima.
En contraste con aquello que algunas películas nos han contado sobre el mundo antiguo romano, la sociedad romana era bastante pacata y puritana, organizada bajo una disciplina militar. No había orgías, sólo se hacía el amor de noche, sin encender las lámparas. Los hombres honestos jamás veían a sus amadas desnudas. Las estatuas desnudas y las crónicas muestran no lo que sucedía sino la fantasía de los romanos, lo que soñaban. El arte y la poesía romanos apelaban a sus diosas mitológicas: Venus, Juno, la Diana cazadora. Pero estos seres solo existían en la imaginación.
Entre los gestos y conductas más despreciadas, estaban la fellatio y el cunnilingus, que deshonraban al hombre porque lo ponían al servicio de la mujer. También el afeminamiento, o todo aquello que mostrara una pasión desmedida por las mujeres, puesto que implicaba someterse al placer de la mujer y el placer de la mujer estaba definitivamente mal visto. Decía el filósofo epicúreo Lucrecia: “A nuestras mujeres hay que tomarlas como lo hacen los animales, porque es natural, Y el esperma corre mejor, porque está en pendiente”.
A partir de lo relatado, no nos asombra saber que la noche de bodas eran violaciones legitimadas, donde a las jóvenes no se las desfloraba sino que se las sodomizaba.
El amor no tenía lugar en esta sociedad. Quizás algunos estuvieran enamorados, pero no osaban decirlo, por riesgo a perder la hombría. Para no perder la hombría, los autores latinos proclamaban su hartazgo por las historias de pasión fomentadas por las mujeres. “Más vale hacerlo con un varón, es como tomarse un vaso de agua, y luego uno se olvida” Y claro, suponían que así no corrían el riesgo de enamorarse.
Alrededor del año 200, todo comenzaría a cambiar. Las costumbres se volvieron más rígidas. Se comenzó a castigar la homosexualidad, a estigmatizar a las viudas que se acostaban con su regidor, y el adulterio del hombre pasó a ser algo grave. Los esposos debían ser castos, no acariciarse demasiado y hacer el amor solo para procrear. Comenzaba a forjarse un matrimonio cristiano antes de que el cristianismo fuera la ley.
En el año 394, un emperador cristiano hizo capturar a todos los prostitutos de roma y ordenó que fueran quemados en una gigantesca hoguera. De ahí en más, las nuevas reglas del matrimonio, el amor y la sexualidad fueron impuestas por el cristianismo. Pero eso ya es historia para nuestro próximo encuentro.
PARA LEER:
La más bella historia del amor, Dominique Simonnet, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
En contraste con la opinión de que las fuertes restricciones al amor fueron inauguradas por el cristianismo, fue en el ámbito de la nobleza romana donde se consolidó el ideal de pareja monógama, unida en matrimonio con total prescindencia del placer. Dos personas juntas para procrear y crear buenos ciudadanos y jefes de Estado. En Roma, el matrimonio era un deber. El casamiento era necesario para aprovechar una dote, enriquecerse y dar ciudadanos a la patria. El matrimonio era un acto privado, un acuerdo (con compromiso de dote si la había) no garantizado por ningún contrato. Por lo tanto, la pareja podía divorciarse cuando quisiera. La herencia misma podía ser repartida como quisiera el hombre, sin obligación de legarle nada a sus hijos.
La mujer en Roma no era muy valorada. Podía ser maltratada físicamente. Sólo se la cuidaba por su dote o por su padre noble. No era más que una criatura inferior, un objeto, como los hijos o los esclavos libertos. Séneca decía “ Si tu esclavo, tu liberto, tu mujer o tu cliente se pone a replicar, tu te enojarás”.
El placer estaba entonces fuera del matrimonio, sobre todo para los hombres. Comúnmente, el hombre tomaba a sus pequeños esclavos y esclavas. Podía elegir tener un harén de esclavos o también elegir a una esclava como concubina, liberarla y tener hijos con ella, aunque nunca serian legítimos y tampoco ciudadanos. La iglesia no condenaba en principio esta práctica. San Agustín, por ejemplo, vivió muchos años de su juventud con una concubina, e incluso tuvo un hijo con ella.
Por otro lado el adulterio de la mujer era condenado. Pero el castigo dependía del marido. Si éste sorprendía a su esposa con un amante, la solución más sencilla era hacer regar al amante con orines de todos los esclavos. La solución más radical era castrarlo, como lo hicieron con Abelardo. Esto era totalmente legítimo en aquellos días. El marido podía también no hacer nada, pero en este caso, la sociedad lo despreciaría por dar muestras de debilidad.
A la mujer no se la tocaba, pero si su falta de conducta era evidente, podía ser exiliada, como le paso a las hijas de Augusto. Una de ellas tomaba un amante, cada vez que su marido la dejaba encinta. “Como la barca ya está llena, no corro el riesgo de dar hijos ilegítimos a mi marido”, explicaba.
Un punto a favor que tenían las mujeres en el mundo romano era que podían divorciarse cuando querían, sin ni siquiera informarle al marido. Se recomendaba enviarle una carta al marido para avisarle, pero esto podía no hacerse. Por ejemplo, Mesalina, como se aburría con el Emperador Claudio, se divorció y se volvió a casar sin decirle nada, llevándose además parte del mobiliario para recuperar su dote. Todos en Roma lo sabían, menos el emperador, hasta que una noche, las concubinas le informaron que Mesalina se había divorciado y vuelto a casar. Frente a lo cual, Claudio no pudo decir nada, puesto que era legítimo.
En la alta sociedad eran comunes los divorcios y también que las partes no supieran a ciencia cierta si estaban casados o divorciados. Un dilema que se planteó a Mecenas, dado que frecuentemente se peleaba con su esposa, quien se iba dando un portazo. La partida era una señal de divorcio. O por lo menos eso decía Mecenas: No quiero verte más! ¡Tú te divorciaste! Pero su mujer no opinaba lo mismo: ¡Yo no me divorcié!
Las mujeres viudas tenían la situación ideal, porque administraban ellas mismas los bienes y elegían a su regidor, generalmente un amante. Por esta razón, las viudas eran acechadas por los cazadores de fortunas. Una de las formas de enriquecerse era “enganchar” a una viuda, actividad no muy valorada, pero totalmente legítima.
En contraste con aquello que algunas películas nos han contado sobre el mundo antiguo romano, la sociedad romana era bastante pacata y puritana, organizada bajo una disciplina militar. No había orgías, sólo se hacía el amor de noche, sin encender las lámparas. Los hombres honestos jamás veían a sus amadas desnudas. Las estatuas desnudas y las crónicas muestran no lo que sucedía sino la fantasía de los romanos, lo que soñaban. El arte y la poesía romanos apelaban a sus diosas mitológicas: Venus, Juno, la Diana cazadora. Pero estos seres solo existían en la imaginación.
Entre los gestos y conductas más despreciadas, estaban la fellatio y el cunnilingus, que deshonraban al hombre porque lo ponían al servicio de la mujer. También el afeminamiento, o todo aquello que mostrara una pasión desmedida por las mujeres, puesto que implicaba someterse al placer de la mujer y el placer de la mujer estaba definitivamente mal visto. Decía el filósofo epicúreo Lucrecia: “A nuestras mujeres hay que tomarlas como lo hacen los animales, porque es natural, Y el esperma corre mejor, porque está en pendiente”.
A partir de lo relatado, no nos asombra saber que la noche de bodas eran violaciones legitimadas, donde a las jóvenes no se las desfloraba sino que se las sodomizaba.
El amor no tenía lugar en esta sociedad. Quizás algunos estuvieran enamorados, pero no osaban decirlo, por riesgo a perder la hombría. Para no perder la hombría, los autores latinos proclamaban su hartazgo por las historias de pasión fomentadas por las mujeres. “Más vale hacerlo con un varón, es como tomarse un vaso de agua, y luego uno se olvida” Y claro, suponían que así no corrían el riesgo de enamorarse.
Alrededor del año 200, todo comenzaría a cambiar. Las costumbres se volvieron más rígidas. Se comenzó a castigar la homosexualidad, a estigmatizar a las viudas que se acostaban con su regidor, y el adulterio del hombre pasó a ser algo grave. Los esposos debían ser castos, no acariciarse demasiado y hacer el amor solo para procrear. Comenzaba a forjarse un matrimonio cristiano antes de que el cristianismo fuera la ley.
En el año 394, un emperador cristiano hizo capturar a todos los prostitutos de roma y ordenó que fueran quemados en una gigantesca hoguera. De ahí en más, las nuevas reglas del matrimonio, el amor y la sexualidad fueron impuestas por el cristianismo. Pero eso ya es historia para nuestro próximo encuentro.
PARA LEER:
La más bella historia del amor, Dominique Simonnet, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.